En 1983 John Carpenter dirige Christine basado en una novela de Stephen King y guionizado por Bill Phillips. Christine es un coche, en concreto un Plymouth Fury de 1958 que salió de una cedan de montaje de automóviles de Detroit, pero no es un coche cualquiera. En el fondo de su chasis se aloja el mismísimo diablo, que alberga un deseo de venganza insaciable que hiela la sangre a cualquiera y destruye todo lo que se encuentra en su camino. No es quizás el mejor film de Carpenter, ni la mejor novela de King, pero esta cinta, más allá de su historia, tiene en el novelista una mirada directa a ese gigantesco mundo de inseguridades que es la adolescencia masculina (recordemos que en Carrie hizo lo mismo con el lado femenino) y la búsqueda de la virilidad que aquí está ligada de manera indisoluble a la relación entre un joven y su coche.
Más de veinte años después de su creación, Christine pasa a las manos de Arnie Cunningham (Keith Gordon), el típico adolescente empollón víctima del matonismo estudiantil y del nulo éxito con las mujeres. La relación entre Arnie y su coche (al que repara casi a partir de la chatarra) es poco menos que un acto de amor, que poco a poco empieza a afectarle en su vida, como si el resurgimiento del coche, lo fuera a su vez de su propia hombría. En solo unas semanas Arnie pasará de ser un don nadie a convertirse en lo que siempre ha deseado, es decir, un hombre capaz de enfrentarse a sus represivos padres, a los gamberros que le hacían la vida imposible (y le acosaban), sin mencionar el conquistar a la chica más guapa del instituto. Pero eso lleva un coste, un peaje que hace a Arnie un violento junto a su vehículo, mostrando al conductor como un desquiciado y al coche como un monstruo.
Hay una escena que siempre me pareció mítica, cuando Arnie le habla al coche y le dice que lo va a reparar, entonces el coche por si solo se empieza a convertir en uno nuevo.
Os dejo con la mítica escena.
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